Empezaba agosto y hacía mucho frío. Mi maestra de tercer grado eligió a dos grupos de varones. En uno puso a todos los rubios, y a un par de los más grandotes, y les dijo:
- Ustedes van a ser los realistas.
Después, recuerdo que una maestra de otro grado le dijo:
-Ponelo a él- Señalándome a mí...
Ensayábamos en el salón de música. El resto del grado hacía de público.
Nosotros, los granaderos, estábamos en una punta del escenario; apretados, como escondidos. Uno parado sobre un banquito hacía de vigía, con la mano sobre la frente a manera de visera. Yo, desde abajo, le preguntaba:
-¿Qué se ve?. Y él respondía – Ya vienen, mi capitán.
Hacíamos ademán de salir del escondite ( claro, salíamos del convento de San Lorenzo), nos acomodábamos en fila y sacábamos las espadas.
Por el otro extremo del escenario entraban los realistas. Venían marchando despacio. Uno traía un redoblante, y hacía como que tocaba. Al tercer paso de ellos, yo extendía el brazo con la espada en la mano, y decía en voz alta:
-¡ A la carga!
Los realistas se paraban y sacaban sus espadas. Nosotros íbamos hacía ellos.
Como no teníamos caballos, la escena de la caída fue reemplazada. Varios realistas se abalanzaban directo sobre mí, el que había hecho de vigía se interponía y lo mataban. Después espaldeábamos y los realistas iban cayendo de a uno. Quedaba sólo el del redoblante, que salía corriendo. Entonces yo me paraba de frente al público y decía algo, no recuerdo que, y todos festejaban y aplaudían.
Llegó el día del acto. Mis compañeros realistas estaban vestidos de rojo, con pecheras cruzadas por bandas blancas. Nosotros, todos de azul. Yo tenía una pechera de cartulina, con botones dorados, el gorro, también de cartulina; botas de goma, las patillas dibujadas con corcho quemado, y un sable tallado en madera de cajón de frutas, con la empuñadura forrada con cinta azul y un cordón amarillo. El escenario, armado en el patio, era mucho más chico que el del salón de música. Nos acomodamos. No había lugar para el banquito, así es que el vigía estaba parado a mi altura.
-¿Qué se ve?
- Ya vienen, mi capitán.
Salimos del “convento”. Desenfundamos las armas. Los realistas subieron de a uno al escenario, marcharon en el lugar. Conté los pasos y extendí el brazo. Era tan chico el escenario que la punta del sable casi rozaba la nariz del enemigo. Sacando pecho, y en voz bien alta, dije:
-¡ A la carga!
Al mismo tiempo, sin oponer la menor resistencia, todos los realistas se tiraron al piso provocando un ruido tremendo sobre el escenario. El del redoblante dudó por un momento, y se tiró también. Estalló una risa generalizada, seguida por un aplauso muy fuerte. Esperé que dejaran de aplaudir, miré al público y dije aquello que debía decir. Hubo otro aplauso, más largo, y muy cálido.
Roque Salvador Ciccone. (cicconesalv@hotmail.com)
(gracias, Roque, participante del seminario taller "Escritura en la frontera de la realidad/ficción")
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