Por la calle, Dalma. En la mano derecha, una bolsa. El brazo que la lleva parece más largo. Es pesada la bolsa. Es pesada porque está cargada. Es de papel y las manijas son de hilo sisal. Es de una tienda de ropa en la que Dalma nunca va a comprarse nada. Dalma camina desde la terminal de ómnibus de Retiro; el hilo sisal le irrita la mano. Viene de pasar el fin de semana fuera de la ciudad. Pero Dalma no camina sola. Carlos viene a su lado. Dalma no camina sola y nunca más va a caminar sola. Es reservada Dalma, con o sin bolsa, y no habla mucho de sus cosas, pero todos saben, ella les dijo, lo que había pasado entre ella y Carlos. Sobre la seguridad de esos pasos acompañados, la certeza de no volver a caminar sola nunca, nunca más, porque él habló de casamiento.
Carlos lleva una mochila en la espalda. Esa mochila es grande y tiene más carga. Pero todo es una cuestión de cómo se distribuye el peso que a uno le toca llevar. Carlos lleva más cosas pero tiene las piernas más largas y camina más rápido. Dalma lo sigue, la bolsa de manijas de hilo sisal —en la que trae la comida que sobró del almuerzo— se balancea y lastima un poco su mano derecha.
Se dirigen, apurados, al bar del Tato. Carlos quiere ver el final del partido. Hay apuro porque termina en quince minutos y empatan 1 a 1. Ya que estamos de paso, había dicho Carlos. Dalma, que ya no camina sola, va casi a la par y, de tanto en tanto, un poco detrás. Por cábala él tendría que ver ese final. Claro, es lógico, piensa Dalma, la mano que arde. Llegan al bar y Dalma le dice a Carlos que esperará afuera. Adentro hay que pararse a un costado de la barra. Las mesas de la calle están todas vacías. Dalma apoya la bolsa en el piso, al lado de la mochila que dejó Carlos para que le cuide. Carlos saluda a todos y pide una cerveza. Todavía no llegó la primavera pero está haciendo calor. Dalma espera y transpira. Se repone del trote. Piensa en cambiar de mano la bolsa; la mano derecha de Dalma está ampoyada. El resto del trayecto va a ser más tranquilo. Tal vez hasta comenten lo bien que estuvo el fin de semana. Dalma se lame la mano y la sopla: eso calma. La familia de Carlos fue muy amable con ella. Carlos. Dalma está tan enamorada. Están tan enamorados.
El estruendo de un gol sorprende a Dalma sonriendo, pero no reacciona. Al rato ve venir la rabia en la cara de Carlos. Una puteada mascullada por lo bajo coincide con el ruido de papel que hace la bolsa llena de empanadas que cocinó la mamá de Carlos. Ella la ha levantado con la mano izquierda. Otra vez en camino, Dalma siente la frustración de Carlos y sufre por él y con él. Dalma, la mano lastimada por el hilo sisal, sufre Carlos, pero no sabe qué hacer. ¿Camina sola, Dalma, con la bolsa de empanadas que la mamá de Carlos les dio el fin de semana para que él llevara el lunes a la fábrica? No. Ella les contó a sus amigas. Dalma no camina sola nunca más. Entonces estira la mano que duele y acaricia los rulos despeinados de Carlos. Lo mira como diciendo no caminamos solos. Pero Carlos agacha la cabeza rechazando el contacto y le dirije una mirada por primera vez desde que bajaron del micro.
Los rulos despeinados, el fracaso futbolístico del domingo, las empanadas de mamá para llevar el lunes a la fábrica. Dalma no sabe qué hacer con esa mano rechazada. Camina unos pasos más y vuelve a pasar de mano la bolsa. Después de todo, con la derecha tiene más fuerza y tal vez sea el cansancio. Porque ya no arde.