
Ya está lloviendo.
La ropa que quedó en la soga pero la gente que no tiene casa.
Justo a tiempo un colectivo aparece y ella sube. Y baja en el parque. El sol ahora logra brillar ese instante en que, le habían dicho de chica, llueve con sol y se casa una vieja. Qué raro. El tiempo está loco, piensa, con cielo gris-pelusa-de-un-rincón otra vez y el agua que no se conforma con las zapatillas sino que busca desaforada sus medias.
Sigue lloviendo.
Las plantas que se riegan solas aunque la gotera en la casa de la Tita.
El palier, el ascensor y ella sube. Y baja al rato a comprar un atado de Camel. Y parece que va a seguir lloviendo, pero ahora no se moja porque estratégicamente la protegen balcones y aleros y el quiosco está cerca.
Y va a seguir lloviendo.
En el medio del living, sentada como indio, las piernas cruzadas, enciende un cigarrillo. Llueve. Aspira el humo gris-de-nube-pero-seco. Llueve. Es un instante, menos que eso, la ilusión de la nicotina completando ese vacío tan abierto justo atrás del esternón. Pero luego el aliento sale empañado y no pasó nada. Ahora la pitada es más intensa, pero lo mismo, nada. Y llueve.
Nunca más va a parar de llover.
Mientras, el último humo sube y ella baja su cabeza en busca del cenicero que quedó un poco más allá de donde ahora le vendría bien que hubiera quedado. Se estira, lo atrae, apenas, con el filo de una uña. Y retuerce como a un gusano despreciable la colilla marrón. El camellito del logo queda deforme. Con la otra mano, la yema de los dedos empujan firmes el cartílago del pecho. Para asegurarse de que ahí no hay un pozo. Pero al mismo tiempo para penetrarlo, revolverlo, sacar todo lo feo, los camellos deformes que propician esa lluvia por, al menos, toda la semana siguiente.