Se despertó tarde. Se levantó cuando pudo. Hacía rato ya que cantaban las chicharras agregando densidad al calor de la siesta de provincia. La sien izquierda le latía, como si en realidad necesitara tener la cabeza un poco más arriba, como necesitando ser más alto. No desayunó. Se puso el traje de baño y se enrolló una toalla a la cintura.
Desde el alero, sentado en su hamaca paraguaya, miraba la piscina que se recortaba, celeste, entre el bosque. Mas atrás las serranías. Vio la nube de polvo a lo lejos. La soledad tiene solución cuando hay dinero. El Fiat Duna se acercaba. El corazón le latió más fuerte por unos segunos y luego se calmó con el alivio de un niño que ve llegar a su madre por detrás del cristal del jardín de infantes.
Federico se desenroscó la toalla y dejó al descubierto sus piernas blancas y nudosas. El cansancio, las toxinas de la noche, las chicas de la disco del pueblo. Caminó hasta la pileta y se dió un chapuzón. Antes de empezar a nadar, se quedó mirando el rectángulo oscuro de la ventana donde ella se estaría cambiando. Una nube tapó el sol y la piel se le erizó, fresca. Comenzó a nadar. Su objetivo: superar la cantidad de largos que había hecho el día anterior.
Después de quince minutos de nadar, cuando braceaba en dirección a la casa, la vio salir, vestida con su traje blanco, su cofia prolijamente coronada con la cruz roja. Zapatos bajos marrones y un libro en la mano. Él se detuvo un momento. Sus miradas se cruzaron. Ella reaccionó con una sonrisa tímida y desprevenida. “¿Todo bien?”, preguntó. Él asintió con la cabeza y retomó su actividad. Ahora podía volver a sentirse seguro como cuando tomaba vino y su cuerpo se hacía más elástico, dejándolo salir de sí mismo. Como cuando impresionaba a las chicas y las llevaba a un hotel.
Sentía la mirada de ella que de tanto en tanto dejaba el libro para mirarle la espalda. Dejaba las palabras para mirarle los brazos. Suspendía las metáforas para mirarle la cabeza. Alguien que lo cuidara así lo hacía sentir tranquilo. Todo dolor no era más que el recuerdo de otro que no era él. Aunque siempre había algo que no terminaba de acomodarse. Tal vez cuando llegara a nadar más y más vueltas en esa enorme pileta que su padre había hecho contruir cuando él tenía doce años. O cuando el agua alcanzara para borrar la imagen de su madre loca, perdida en el horizonte. O cuando el sol le devolviera lo que la vida le había quitado.
2 comentarios:
He leído muchos cuentos así, en los que no termina de pasar nada aunque pasa mucho. Parecen como una ventana en la que uno ve una parte de la acción, y como lo único que se ve es la ventana uno se fija en los detalles, quizás descriptivos, psicológicos o lo que sea. Pero si son muy largos terminan por aburrirme, claro que es como un trabajo leer y mirar a ese que se cree tarzan nadar y nadar. Es un trabajo, me pagan, pero la próxima vez me voy a traer una novela de Cesar Aira.
Comprar la compañia, aunque sea por unas horas, no calma la soledad del alma.
Pero la esconde por un ratito, para que nos deje pensar en los bosques, en las sierras, en el fluir del agua alrededor del cuerpo.
Para que dejemos de pensar en respirar y nos percatemos de todo lo que nos rodea.
Besos
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