A los doce o trece años. En la primaria ya me gustaba todo lo que tenía que ver con el lenguaje: hacer análisis sintáctico, cambiarle el final a los cuentos, redactar. Pero empecé a escribir porque me sentía muy triste, tenía que hablar con alguien y no podía. Creo que todos, en algún momento, empezamos a escribir por amor. En mi caso fue la historia de mi primer amor: un novio que falleció. Comencé volcando en papel todo lo que quería haberle dicho. Lo que dolía había que expulsarlo. Después no paré más.
Ahora la escritura sigue siendo una vía para desagotar. Me gusta investigarme y conocerme cada vez más. Me gusta escarbar. Quizás lo que cambia es que antes lo hacía espontáneamente, y ahora me pongo la obligación de investigar el porqué de todo lo que va saliendo.
¿Y cuándo consideraste que escribir iba más allá de una pena de amor?
A los diecisiete tuve que pasar en Paraguay cuarenta días por laburo. Fue un viaje tristísimo, extrañaba mucho mi lugar, mi familia, mi gente, mi todo y quería hacer algo conmigo. No sé por qué entonces sentí que todo lo que estaba escribiendo ya no era solamente para mí. Necesitaba que en algún momento alguien más lo leyera, me diera una opinión. Empecé a armar carpetas y cuadernos con mis poemas. No sólo para descargarme, sino porque lo consideré una necesidad.
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